“Tiempos difíciles crean hombres fuertes; hombres fuertes crean tiempos buenos; tiempos buenos crean hombres débiles; y hombres débiles crean momentos difíciles”.
Pensar en la muerte es pensar en la vida y viceversa. Son un espejo. Quien ha vivido ha pensado en cómo sería no estar vivo. Tú, tus padres, tu pareja y yo lo hemos hecho. Pero si estás leyendo esto es porque has decidido que vale la pena seguir viviendo. ¿Por qué?, ¿cuál es el motivo que nos mantiene aferrados al día tras día? Es la costumbre de seguir con aquello que no se pidió (vivir), pueden ser también nuestras creencias religiosas o de cualquier otra índole.
El amor es también una forma de vivir el mundo a plenitud; quizá sea la esperanza también de sentir que algo puede pasar, una chispa, un destello, mientras haya vida. Sin embargo, estas mismas razones que nos mantienen vivos, son las mismas que han motivado el fin de miles más. Romeo se suicidó por amor (por poner cualquier ejemplo), miles de personas han acabado su vida precisamente por convicciones religiosas, por un sacrificio que parece tener más sentido que la vida misma. Por algo decimos: te amo tanto que daría mi vida por ti. Entonces, ¿qué hace que la vida valga la pena de ser vivida?
Imaginemos por un momento a cualquier persona, pongámosle “Pepito”. Pepito se despierta, se baña, lleva a sus hijos al colegio, trabaja, habla con sus amigos, come, entrena, vuelve a su casa, le hace el amor a “Pepita”, duerme y así una vez tras otra, hasta que un día decide que todo eso que alguna vez le dio felicidad ya no lo hace y que es mejor dejar de sentir. Sin aparente motivo alguno. El rechazo de un amigo, un trauma jamás contado, una emoción podrida en el corazón desde la infancia, una infidelidad.
El bicho del fin se encuentra en las nimiedades, hurgando y buscando la forma de escarbar en nuestros adentros. Es claro que el suicidio ocurre cuando se presenta como la solución, la respuesta a dejar de sentir dolor; ya sea el dolor de la existencia o un amor no correspondido.
Camus decía que no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación.
Pessoa, por otro lado, mencionaba que se sentía renacido a cada instante para la eterna novedad del mundo y en ese maravillarse era donde sentía que la vida valía la pena. Entonces, ¿cuándo dejamos de maravillarnos?, ¿cuándo nos aburrimos de aquello que exacerbaba nuestro corazón?
Estas preguntas no surgen con tanta fuerza como en la juventud (así lo confirman las cifras de suicidio mundial de 2022). Yo, por ejemplo, recuerdo haber tenido una depresión muy fuerte a mis 19 años. Recuerdo haber estado frente a los rieles de un tren que me llevaba todos los días de ida y regreso a mi casa y sentir el deseo ineludible de tirarme y acabar con todos los pensamientos y sentimientos que no me dejaban dormir.
Hoy agradezco profundamente no haberlo hecho, pero a muchos les puede más la voz interna que le dice que esa sí es la respuesta, y siempre estamos leyendo comentarios o escribiendo en el post de Instagram: pobrecito (a); tan bonito (a) que era; ay, nadie lo escuchó; tan joven.
Pero ¿estamos listos cómo sociedad para lamentarnos o para ayudar?, ¿es la sociedad el problema?, ¿cuántas veces no nos hemos burlado del dolor ajeno de un amigo, de un desconocido en redes sociales, del “ñoño” de la clase que perdió por primera vez un parcial, o del galán al que la novia perfecta le fue infiel. Suicide Data and Statistics refleja que la cifra de suicidios va en aumento. En Estados unidos cada 14 minutos se suicida alguien. También el estudio afirma que son los hombres quienes más se suicidan (cuatro veces más) La verdad uso los datos sólo para ilustrar el problema latente del mundo, pero detesto resumir en un número una vida, un ser humano como tú y yo que llora, sufre y ama.
Pero, problemas ha habido siempre. Vivimos en la etapa más pacífica de toda la historia humana. También es la época con más fácil acceso a una vivienda, comida, salud, entre otras. ¿Entonces, por qué van en aumento las cifras?, ¿qué hace que la paradoja de tenerlo todo y no querer vivirlo se cumpla en esta sociedad?
Tiempos difíciles crean hombres fuertes; hombres fuertes crean tiempos buenos; tiempos buenos crean hombres débiles; y hombres débiles crean momentos difíciles. Nuestra generación no ha vivido una gran guerra, al menos no tú ni yo que estamos leyendo esto (aunque sea difícil decirlo en Colombia). Nuestros padres se han esforzado por darnos todo para que no pasemos las mismas dificultades de ellos, pero se han olvidado de darnos lo más importante: la posibilidad de afrontar los problemas nosotros mismos. Eso ha desencadenado una generación intolerante a la frustración. A un niño que llora le dan lo que pide, así se sepa que no le conviene. Si le va mal en el colegio, la culpa es de la profesora o el profesor que no valida sus emociones; si a los 8 años quiere cambiar de sexo, pues que así sea porque aunque sea un niño sin desarrollo cognitivo completo aún, hay que dejarlo decidir y hacer lo que él desee.
Yo, que he sido profesor de prekínder, recuerdo que en un colegio me dijeron que no podíamos decirle “no” a un niño. Pero ¿Y qué pasa cuando la sociedad le diga que no? El mundo tiene más “no” que “sí”. ¿Qué pasa cuándo no podamos culpar al otro? Cuando aquel niño al que siempre validaron sus emociones, ira, enojo, tristeza, la sociedad le diga: así no quieras ir a trabajar, debes hacerlo; así tengas rabia no puedes pegarle al otro porque tiene consecuencias.
Vivir en un mundo sin consecuencias inmediatas en la niñez ha conllevado a que ese adulto (que en realidad sigue siendo un niño) no pueda afrontar las consecuencias de sus actos en el día a día y prefiera entonces acabar con una vida que ya muy tarde entendió que era una farsa de la realidad.
Cuando pensé en qué escribir para la primera columna de esta serie de escritos, tenía muchas ideas. Pero la muerte de Julián, el joven que murió tras lanzarse desde un sexto piso en la Universidad del Atlántico, a pesar que la institución había colocado mallas preventivas, me desgarró el alma. Era al final también otro espejo. Un espejo temporal en el que me vi a mí mismo con 19 años intentando lanzarme en el vacío de los rieles de la existencia.
Como profesor vi también a mis estudiantes universitarios, a quienes dedico estas palabras, en un afán, espero no inútil, de redención de la vida. Como ser humano, finalmente no vi a todos como sociedad fallando en las mallas imaginarias y fútiles del apoyo colectivo en el que Julián, como tus padres, tu pareja, tus amigos, tú o yo, sólo se preguntaba: ¿vale la pena vivir?
Perfil del columnista: Victor Streets, periodista, escritor, docente y músico.
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