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“Siete veces para sanar”: Desde el alma, un espacio donde la razón y la emoción conversan con honestidad

“Hay batallas que no se ganan con fuerza, sino con humildad. Hay milagros que no se abren con títulos, sino con rendición”.

Por: Mauricio Molinares

Naamán era un hombre como pocos. General del ejército sirio, estratega brillante, respetado por su rey, temido por sus enemigos. Tenía poder, victorias, honra, autoridad… pero había una batalla que no podía ganar: tenía lepra.

Y la lepra, en ese contexto, no era solo una enfermedad. Era una sentencia social.
Era vivir marcado. Era ver cómo el cuerpo se deterioraba lentamente mientras la dignidad se desmoronaba un poco más cada día. Era cargar, en silencio, un miedo que ni los títulos, ni las medallas, ni las alianzas políticas podían esconder.

Qué paradoja tan humana: el hombre que podía gobernar ejércitos no podía gobernar su propia piel. El poderoso general no podía salvarse a sí mismo.

En medio de esa contradicción aparece una figura que conmueve: una esclava israelita, arrancada de su tierra por la guerra, sin nombre, sin derechos, sin voz… y, aun así, justamente ella se convirtió en la mensajera de esperanza. No habló con resentimiento ni con amargura. Habló con fe.

“Si mi señor fuera a ver al profeta que está en Samaria, él lo sanaría”. Una niña esclava vio lo que un ejército entero no podía ver: que Dios todavía podía escribir un milagro.

Y Naamán, con todo su poder, se aferró a esa pequeña palabra. Porque cuando uno está herido, cualquier hilo de esperanza se vuelve un puente.

El resto lo conocemos: un viaje diplomático, cartas reales, regalos, escoltas… todo el aparato de un hombre poderoso e importante buscando una respuesta divina. Pero cuando llegó ante la casa del profeta Eliseo, lo inesperado sucedió.

Eliseo ni siquiera salió. No lo recibió, no lo saludó, no lo honró. Solo envió un mensaje sencillo, casi hiriente para un hombre de estatus:

“Ve y sumérgete siete veces en el Jordán.”

Y aquí quiero dejar intacto aquello que también nos desenmascara a nosotros:

Naamán quería que Dios actuara a su manera.
Quería un ritual solemne, una oración dramática, un gesto digno de su investidura.

Pero Dios responde con algo más simple y más profundo: obediencia.

Lo que vino después es un espejo de nuestra alma: enojo, orgullo herido, ganas de desistir, preguntas, dudas… hasta que alguien —otra vez un siervo— le recordó que a veces el camino a lo sobrenatural pasa por un acto sencillo.

Entonces Naamán bajó al río. Una vez. Dos. Tres… Nada cambiaba.

Cuántos de nosotros hemos estado ahí: obedeciendo sin ver, creyendo sin sentir, caminando sin resultados. Pero el milagro siempre espera en el séptimo.

Naamán salió del agua limpio. No solo de su lepra… también de su soberbia, de su orgullo, de su necesidad de controlar.

Hoy quiero decirte esto, desde el alma: Puedes tener poder, talento, influencia, recursos… pero hay cosas que solo se sanan cuando obedeces. Hay batallas que no se ganan con fuerza, sino con humildad. Hay milagros que no se abren con títulos, sino con rendición.

Tu Jordán puede ser algo sencillo que te cuesta: perdonar, pedir perdón, soltar, servir, ceder, confiar. Pero si Dios lo pidió… ahí está tu sanidad.

Y este es el llamado que te dejo hoy, sin rodeos:
Lo que tus fuerzas no han podido cambiar, tu obediencia sí puede transformarlo.
Ve al Jordán. Sumérgete. Haz lo que Dios dijo.

El milagro está en el séptimo paso.

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