Hace 35 años, el mundo estuvo pendiente durante tres días de una pequeña niña que quedó atrapada entre el lodo volcánico en la aldea de Armero, después de la erupción del Nevado del Ruiz.
Por: Jorge Cantillo
Eran las 9 de la noche del 13 de noviembre de 1985 cuando la nariz humeante del Nevado del Ruiz emitió su primer bramido. El gigante se había despertado tras un sueño de sesenta y nueve años, descargando su furia contra Armero, un pequeño pueblo del Tolima en Colombia, que se hizo famoso a nivel mundial por ser el epicentro de uno de los desastres naturales causados por un volcán más devastadores de la historia, y por el rostro de una niña, Omaira Sánchez, que se convirtió en el símbolo de esa tragedia.
Han pasado treinta y cinco años y una pandemia cayó sobre el mundo, impidiendo que en Armero se realice la tradicional conmemoración a las más de 25 mil víctimas que dejó la erupción del Ruíz. Esta ves los actos serán discretos, como demandan las normas del distanciamiento social impuestas por un virus que tardó seis meses en dejar las muertes que la tragedia de Armero contabilizó en una sola noche.
Por eso en la memoria de los pocos sobrevivientes, y del país entero, siguen estando las historias que surgieron de esos fatídicos días, y las palabras de Omaira mientras luchaba por su vida.
Al momento de su erupción, el Tama o Kumanday -los nombres ancestrales con que los indígenas Quimbaya bautizaron al Ruiz- descongeló con sus flujos piroclásticos un 10% del glaciar de la montaña. Cuatro lahares -flujos de sedimento, lava, piedras y lodo- descendieron a más de 60 kilómetros por hora por las laderas del Nevado. En su descenso fueron acumulando más y más material, acelerándose hasta encausarse en los seis ríos que nacían del volcán.
Armero está a menos de 50 kilómetros del Ruiz, por lo que era presa fácil para la arremetida de las aguas. El pequeño pueblo, en el que vivían cerca de 29 mil personas, fue impactado por uno de estos lahares. Allí murieron más de 23 mil personas, pero con los muertos de municipios vecinos como Chinchiná y Villamaría se calcula que la cifra total de vidas perdidas es alrededor de 25 mil.
Esa noche nadie en Armero se esperaba la abrupta llegada de las aguas y del lodo. En cuestión de minutos miles de casas quedaron sepultadas, miles de personas murieron al instante, y otras muchas quedaron luchando entre los escombros de la tragedia.
Al día siguiente, el 14 de noviembre, los organismos de socorro comenzaron a llegar al pueblo. No era fácil, el lodo dificultaba la entrada al lugar, por lo que pasaron unas 12 horas para que algún socorrista lograra alcanzar Armero. Muchos murieron en esas horas de espera por ayuda.
Entre los restos de una de las casas encontraron a Omaira Sánchez, una joven de 13 años que vivía allí y había quedado atrapada por el derrumbe de su hogar. El agua le había sepultado casi todo el cuerpo, solo podía verse su cabeza, todavía podía mover las manos, pero casi no sus piernas, que apenas le alcanzaban para tocar a sus familiares muertos, a los que el lodo había enterrado.
Tres días de agonía
“Váyanse a descansar un rato y después vengan y me sacan de aquí”, fue una de las últimas cosas que le dijo Omaira a los socorristas y periodistas que llevaban días tratando de salvar su vida.
Fueron tres largos días de agonía, pero también de esperanza, donde la imagen de la niña recorrió el mundo entero.
Hablaba a los periodistas con una tranquilidad sobrecogedora que le alcanzaba para describir cosas tan escabrosas como que podía tocar con sus pies la cabeza de su tía, o pedirles que no abandonaran a su mamá, que estaba en Bogotá, porque se iba a “quedar solita”.
“Tengo miedo de que el agua suba y me ahogue, porque yo no sé nadar”, dijo en un momento. Incluso expresó su preocupación por perderse el examen de matemáticas que ese día tenía en el colegio.
La casa de Omaira estaba en el barrio Santander de Armero, y en ella vivía con su padre Álvaro Enrique y su madre María Aleida, su hermano Álvaro Enrique y su tía María Adela Garzón. Pocos días antes de la erupción del Ruiz su madre había viajado a Bogotá.
La noche de la tragedia todos en la casa estaban despiertos, desde hace algunos días el Ruiz había estado votando cenizas y en el pueblo se habían hecho algunas advertencias. Esa noche había una tormenta, y caían cenizas junto con el agua. Cuando el lahar golpeó Armero, acabó con la vida de su papá y su tía al instante, su hermano, sin embargo, sobrevivió a la tragedia.
Cuando la encontraron Omaira tenía sus piernas atrapadas en la azotea de la casa. Durante las primeras horas los intentos de su rescate se concentraron en apartar los escombros que la aprisionaban.
Después del primer día lograron liberarla de la cintura para arriba, pero al intentar sacarla totalmente del agua, se encontraron con que sus piernas seguían atrapadas, por lo que sería imposible hacerlo sin rompérselas en el proceso.
Entre las opciones para rescatarla se barajó amputarle las piernas, pues las tenía aplastadas por una puerta hecha de ladrillos y con los brazos de su tía muerta firmemente aferrados a sus pies, como lo comprobaron buzos que hacían parte del equipo de rescate.
Pero no había garantías para su vida, pues no se contaba con el equipo quirúrgico necesario para la amputación, o los recursos médicos para evitar que contrajera una infección mortal.
Al final, trataron de traer una moto bomba para que succionara el agua a su alrededor, que crecía en nivel conforme pasaban las horas. No hubo caso, la moto bomba más cercana estaba en Medellín, muy lejos del sitio, no alcanzaría a llegar a tiempo.
Mientras, Omaira flotaba en un neumático que le pusieron alrededor del cuerpo para evitar que el agua la terminara de ahogar. Durante la mayor parte del tiempo se mantuvo positiva, hablando con los periodistas que transmitieron casi que constantemente los pormenores de su situación.
Cantó, pidió comida dulce, tomó soda y habló en varias ocasiones
Casi 60 horas después de quedar atrapada, Omaira empezó a perder sus fuerzas. En sus últimos momentos ya se notaba su deterioro: sus ojos se enrojecieron, su cara se hinchó, sus manos tomaron un color blanco.
Así quedó plasmada en la foto del periodista francés Frank Fournier, que hizo a Omaira un icono mundial. Esa imagen ganó el premio World Press Photo, en 1985.
“Al tomar su fotografía me sentí totalmente impotente, sin poder alguno de ayudarla. Ella enfrentaba la muerte con coraje y dignidad, sentía que su vida se le iba. Sentí que lo único que podía hacer era informar sobre el coraje y el sufrimiento de la niña, y esperar a que la gente se movilizara”, dijo Fournier años después a la BBC.
La moto bomba llegó, pero fue muy tarde, Omaira falleció el 16 de noviembre de 1985 a las 10:05 de la mañana probablemente de gangrena o hipotermia.
Tres décadas y media después la muerte de esta niña sigue siendo el símbolo de la tragedia. Como ella, miles de niñas y niños murieron esos días en Armero, así como otros tantos miles de hombres y mujeres, en el que todavía se considera el peor desastre natural de la historia de Colombia.
Una tragedia evitable y una respuesta mediocre
La tragedia de Armero se pudo haber evitado. Eso es un hecho. Los volcanólogos que monitoreaban al “León dormido” -como le llamaban los habitantes de la región- registraron las primeras advertencias de actividad inusual desde mediados de 1984 y desde septiembre del año de la erupción, advirtieron al Gobierno Nacional lo que podría suceder.
Se trazó un mapa de riesgo ante un evento en el Ruíz, donde se mostraba a Armero como una de las poblaciones en mayor peligro, pero su difusión fue escasa entre la población del pueblo, que en gran medida nunca se llegó a enterar de estas advertencias.
Muchas fueron las voces que calificaron como “alarmistas” a los volcanólogos, y las minimizaron. Además, en la semana previa a la erupción del Ruiz, la guerrilla del M-19 se había tomado el Palacio de Justicia, un hecho que partió en dos la historia de Colombia y que tenía entonces la completa atención tanto del Gobierno como de los medios de comunicación.
El mismo día de la erupción, se hizo un intento de evacuación en la tarde, pues el Ruíz comenzó a emitir grandes cantidades de ceniza cerca de las 3 p.m. Pero entre las 5:00 p.m. y 7:00 p.m. la ceniza dejó de caer, por lo que se detuvo cualquier intento de evacuación y las autoridades del pueblo instruyeron a los habitantes a que volvieran a sus casas y “mantuvieran la calma”.
Luego una fuerte tormenta azotó el pueblo, escondiendo con su ruido los bramidos del volcán. Finalmente, a las 9:45 p.m. llegó la avalancha que arrasó con armero.
Han pasado 35 años, pero aún la tragedia de Armero no termina. Todavía hay miles de personas perdidas, familias que no han podido enterrar a sus muertos, y niños huérfanos que no pudieron tener jamás un hogar.
Hoy la tumba de Omaira es un lugar de peregrinación. Un altar se erige como memoria no solo de ella, sino de todas las víctimas, y como un recuerdo de que se pudo hacer mucho más para evitar que la tragedia alcanzara las proporciones que alcanzó.
Tal vez una de las razones por las que Omaira sigue siendo un símbolo, es porque la sensación que dejó su muerte es que se pudo hacer más por ella. Quizás si los socorristas hubieran tenido mejores equipos para responder a la emergencia muchas vidas se hubieran salvado.
O quizás si desde un principio se hubiera escuchado a los científicos que con tiempo de sobra advirtieron del riesgo que representaba el Ruiz, otro hubiera sido el destino de Armero.
El Nevado del Ruiz es actualmente el segundo volcán más monitoreado del mundo y desde 2010 su cima está cerrada para turistas, pues volvió a registrar actividad constante. Es probable que vuelva a despertar, aunque no se sabe exactamente cuándo, pero se espera que ya a nadie vuelva a tomar por sorpresa.
Mientras, el ‘León Dormido’ descansa en un sueño agónico, pues sus glaciares, según los expertos, tienen los días contados. Es solo cuestión de tiempo para que se derritan del todo y se rinda ante el designio inquebrantable de la naturaleza.
Tomado de: Infobae