“Si un niño ciego tiene un caballo, el caballo es de todos los colores”.
Por: Mauricio Molinares
Escuché esa frase en una tarde fría de Bogotá, junto a mi gran amigo Emiliano Zuleta Arzuaga. Sonó en una canción del maestro Cholo Valderrama, y desde entonces no me ha soltado.
El niño ciego no ve con los ojos. Pero piensa. Y su pensamiento lo colorea todo.
Cuando el caballo relincha, lo imagina plateado, como los platillos de una batería. Si el sol le calienta la piel y lo toca, el caballo es alazán. Si lo siente sudoroso y le da agua, el caballo es blanco. Si huele a polvo, es bayo. Si come pasto, es verde. Si corre como el viento, es moro. Si lo acaricia en la noche, es negro con un lucero en la frente.
Nada es al azar. Todo tiene sentido en su pensamiento. El niño no inventa por capricho. Piensa con intención, con memoria sensorial, con imaginación viva. No evade la realidad. La interpreta. La habita. Y la embellece.
Ahí está el poder del pensamiento. Un pensamiento que no necesita imágenes, pero sí alma. Y por eso, transforma lo que toca, lo que huele, lo que escucha, en colores que otros no podrían nombrar.
Qué distinto somos los adultos… A nosotros, Dios nos ha dado caballos: talentos, recursos, caminos. Pero vivimos viendo y, aún así, sin entender. Nos falta esa mirada interior. Nos falta pensar bien.
Porque en este mundo lleno de malas noticias, pensar bonito es casi un acto de rebeldía. Somos tildados de ilusos por pensar con esperanza, de inocentes por mirar con ternura, de ingenuos por imaginar un color distinto al del miedo.
Pero la Biblia misma nos invita a ese ejercicio:
“En esto pensad: en todo lo verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo que es de buen nombre” (Filipenses 4:8).
Pensar bien no es evadir. Es ver mejor. Es decidir con qué color pintar lo que nos pasa.
Y al final, cuando la canción concluye, el alma se detiene: “Si un hombre ciego tiene un caballo, el niño debe enseñarle a distinguir los colores”.
Quizás tú y yo —que vemos— también hemos sido ciegos. Y necesitamos recuperar esa capacidad de pensar como ese niño. Pensar con libertad. Pensar con fe. Pensar con creatividad.
Porque… La verdadera visión no está en los ojos. Está en el alma que cree… y en el corazón que se atreve a pensar bien.




