“Hoy sucumbimos a placebos inertes como el scroll infinito de las redes sociales, en lugar de dedicarnos a la construcción del pensamiento, el liderazgo y el argumento”.
El 18 de agosto de 2024 cumplí quince años de trabajo en la academia. Son demasiadas historias las que he recopilado durante todo este tiempo. Muchas mentes brillantes y talentos excepcionales con los que uno se tropieza en la labor docente, así como también la desidia, pereza y decepciones (cada vez más frecuentes) desalientan ese entusiasmo inicial con el que empecé a ser profesor.
El último desafío surgió de un impulso por cambiar las estrategias de evaluación en clase. Cada vez me aburre más esto de tomar notas de manera tradicional. Soy consciente de que una nota no mide nada, ni a nadie. He conocido profesionales increíblemente exitosos que obtuvieron malas calificaciones, pero que en la práctica destacan como nunca lo que hicieron en la universidad.
Con esto en mente, quise realizar una actividad donde la calificación se enfocara no solo en el conocimiento, sino también en la capacidad de liderazgo de los estudiantes. Para ello, se me ocurrió proponer una actividad en la que ellos decidieran, con absoluta libertad, cómo querían que fuera la evaluación final, con solo cuatro condiciones de mi parte: que incluyera todo lo visto en clase, que no fuera un trabajo escrito, que no fuera una exposición, y que fuera decidido entre todos por unanimidad. Tenía la ingenua ilusión de que esto promovería la creatividad y las ganas de realizar algo único y novedoso, sin la presión de tener que memorizar todo el contenido, y que además les daría la libertad de ser y hacer, permitiéndoles verse a sí mismos como líderes en un pequeño ejercicio democrático a escala de un salón de clase.
El resultado: una batalla campal entre un pequeño grupo de estudiantes que no lograron ponerse de acuerdo entre ellos, ni convocar a las mayorías (desinteresadas), que se habrían dejado llevar sin rechistar por lo que decidieran otros. La propuesta concluyó con las siguientes palabras de uno de los voceros del salón: “Profesor, decida usted lo que será el final; es más fácil eso que ponernos todos de acuerdo y pensar en una actividad entre nosotros”.
La libertad les resultó frustrante. Esto me llevó a pensar que tal vez un salón de clases es el reflejo de la sociedad colombiana, donde la democracia es más una ilusión que una verdadera práctica de seres pensantes. Observemos con detenimiento: en la actividad se formaron grupos, pero nadie logró llegar a acuerdos mínimos, no hubo consensos ni un liderazgo serio y argumentado; los grupos pasivos tampoco aportaron mucho y guardaron silencio a la espera de lo que otros decidieran por ellos. Lo más preocupante fue que, aunque tenían toda la libertad para decidir una actividad que les resultara más favorable para obtener el mejor resultado, optaron por dejarlo todo en manos de la “vieja confiable”: lo que decida el profesor.
Para los estudiantes, la libertad es un dolor de cabeza en la medida en que les obliga a pensar, decidir y asumir las responsabilidades de sus propias decisiones. Un riesgo demasiado alto para una sociedad que los ha acostumbrado a una pasividad de entretenimientos y abundancias pasivamente recibidas. La capacidad crítica se les escapa como los gatos al agua, y no se leen un libro ni en defensa propia, como una vez lo afirmó un amigo también docente. Hoy sucumbimos a placebos inertes como el scroll infinito de las redes sociales, en lugar de dedicarnos a la construcción del pensamiento, el liderazgo y el argumento.
El ejercicio de la clase terminó con un final en el que tuve que indicarles qué entregar, cuándo entregarlo, la extensión mínima y máxima, el temario de clase, el tamaño y tipo de letra, y todo lo que tradicionalmente se pide para este propósito. Mientras los estudiantes no se sacudan desde sus casas, desde sus familias, desde la revolución de sus propios pensamientos, éticas y voluntades, la libertad será una utopía, una carga que prefieren evitar para quedarse en el plano de la facilidad, del mínimo esfuerzo de pensamiento y de responsabilidades que asumir.
Perfil del columnista:
Pseudónimo: Martín Puntilla
Doctor en Ciencias Sociales y docente por vocación. Investigador de la cultura, la sociedad, la política, los miedos y la ciudad.