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“El sepulcro debe ser en tierra, simple”: papa Francisco

Bergoglio prefirió portarse como uno más de la barriada, como un sacerdote en defensa de los que pasan hambre.

Por: Jorge Mario Sarmiento Figueroa

En su última frase, la que dejó como voluntad en su testamento, el papa Francisco decidió mantener a raya la vanidad. Esa máxima tentación humana, como lo diría con la lengua emulando una bípeda el personaje de Al Pacino en la película de 1997, El Abogado del Diablo: «Vanidad, mi pecado favorito».

Francisco vio de cerca la vanidad y pudo tenerla en su poder con el solio de San Pedro, uno de los más grandes de la historia. Pero prefirió portarse como uno más de la barriada, como un sacerdote en defensa de los que pasan hambre.

También fue un papa que evitó juzgar a los que mueven hilos del mundo como quien mueve a humanos como títeres y luego los tira, pero no se alineó a sus pretensiones y siempre que pudo los reprendió.

Mientras el poder global aboga por un mundo sin inclusión, sin equidad ni diversidad, el papa Francisco se aferró al ejemplo de Jesucristo para llamar a la aceptación.

Con esa bandera de la cristiandad, Jorge Mario Bergoglio habló del amor con el carácter de una persona que se supo siempre de carne y hueso, que no quiso nunca fungir magnanimidad, pero que sabía muy bien el poder que estaba asumiendo.

Le gustaba el fútbol, furibundo hincha de San Lorenzo de Almagro, de su natal Argentina, y no lo escondía ni se ponía con mojigaterías. Su vida fue una celebración en medio de la misión. Tenía la consciencia de haber nacido en el sur del mundo, así como tenía la convicción de que eso le ponía en el mejor lugar para conocer lo necesario y recibir lo posible. Lo conoció todo, lo recibió todo y se va como comenzó: «El sepulcro debe ser en tierra, simple».

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