“Voy a ver, si después de dar el tropezón, se me da, se me da por levantar el pie”.
Por: Sergio García
La vela del más grande compositor que ha tenido la música sabanera, empezó a apagarse la tarde del jueves 20 de enero, cuando Adolfo Pacheco Anillo visitó por última vez su natal San Jacinto.
En el camino de regreso a su amada Barranquilla, a la altura de Calamar, Bolívar, una de las llantas de su camioneta estalló, por lo que el vehículo se salió bruscamente de la carretera, ocasionando traumas severos en el cuerpo del juglar de los Montes de María.
Durante ocho días, Adolfo Pacheco luchó por ganarle al tropezón, ese mismo que Diomedes Díaz inmortalizó en parranda, y del que no pudo volver a levantar el pie.
A las 4:00 de la madrugada, del sábado 28 de enero, partió para siempre el gran compositor, dejando un legado de canciones inspiradas en experiencias vividas en la Sabana.
El cordobés
El maestro Adolfo Pacheco siempre fue un gallo ‘jugao’. Su pasión por la composición la compartía con la crianza de gallos de pelea, a quienes consentía como a sus hijos.
Uno de sus mejores combatientes llevaba por nombre El cordobés, en honor al famoso torero español recordado por morder las orejas y la cola de los toros a los que se enfrentaba.
La historia de ese gallo, en particular, se inmortalizó, gracias a la famosa canción parrandera, escrita para un ganadero llamado Homobono “Nabo” Cogollo, a cambio de un gallo de pelea.
Aquella pintoresca historia motivó a Ernesto McCausland a documentar la estampa del criador de gallos que siempre acompañó a Adolfo Pacheco, producción realizada con una cámara que el periodista cineasta acaba de comprar, una Nikkon D7000 con lente angular, documental en el que Ernesto hizo las veces de camarógrafo y editor, con la asistencia de su eterno amor, Ana Milena Londoño.
Acordaron verse en la finca El Tropezón, ubicada en Galapa, Atlántico, a las 4:30 de la madrugada, tan solo para lograr una imagen en contraluz del maestro con sus gallos y la aurora de fondo con su imponente tono rosado que antecede la salida del sol, simulando los Montes de María.
Aquella mañana, Ernesto McCausland logró una de sus mejores crónicas audiovisuales. Nos dejó saber, a través del mismo Adolfo Pacheco, como nació la canción El cordobés y como después de diez días de parranda vallenata logró obtenerlo, criarlo, verlo pelear, ganar y morir en la arena.
McCausland hacía cine en televisión, nos enseñó a sensibilizar la imagen del vídeo a través del sonido natural, como aquellos magistrales kakareos que captó de un gallo de pelea, en respuesta al beso de Adolfo Pacheco a uno de sus mejores combatientes.
Se nos fueron Ernesto McCausland, Diomedes Díaz y Adolfo Pacheco, tres grandes nombres que unió el folclor a través de El Cordobés. Nos queda de herencia un legado de canciones del maestro sanjacintero, como La hamaca grande, El viejo Miguel, El mochuelo o El tropezón, esta última, escrita como si fuese la propia vivencia del juglar, en sus últimos días de vida.