“Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas; cuando camines por el fuego, no te quemarás ni te abrasarán las llamas”.
Por: Mauricio Molinares
El bote se volteó. Así, sin aviso, sin ruido previo. Estábamos todos —mi esposa, mis hijos, yo— disfrutando de un paseo familiar, en compañía de un gran amigo y su familia. Veníamos de pasar un día maravilloso en familia: un recorrido por el río Magdalena y sus canales, una visita a la finca de un amigo a la orilla del río. Ya estábamos regresando a la marina, navegando por uno de los canales cercanos a la Ventana de Campeones, cuando de repente, el bote dio un giro de 360 grados sobre su eje, nos lanzó a todos al agua e inmediatamente se volteó, quedando pegado a un mangle.
El agua lo cubrió todo. Recuerdo los gritos, el pánico, la confusión. Recuerdo no ver a mis hijas gemelas. Solo agua. Solo miedo. En segundos, lo que era un momento de alegría se convirtió en una escena dantesca que parecía sacada de una película de terror… solo que esta vez, la película era nuestra vida. Y el final aún no lo conocíamos.
En la entrega anterior hablábamos de construir: de cómo y sobre qué cimiento levantamos, con palabras y actos, la estructura sobre la que se apoya nuestra vida. Pero hasta el mejor constructor sabe que, por sólidos que sean los planos y los cimientos, siempre hay imprevistos. En toda obra, por más cálculo y cuidado que haya, algo se sale del control. Y la vida no es distinta.
A veces lo que nos sacude no es una decisión mal tomada, sino una llamada inesperada, un accidente, una deslealtad, una noticia que te cambia el día… o la vida. Cuando eso pasa, lo que hace la diferencia no es el diseño de la estructura. Es la calidad de nuestra reacción. ¿Cómo reaccionamos cuando la vida se nos voltea? ¿Nos paralizamos? ¿Actuamos? ¿Ayudamos? ¿Nos hundimos?
En medio del caos, cuando la corriente parecía tragarse todo, mi esposa reaccionó. No gritó. No se bloqueó. No preguntó qué hacer. Actuó. Con una calma que solo tienen los que aman más de lo que temen, y con la ayuda del capitán del bote, se lanzó hacia el casco volcado, intuyendo —sin haberlo visto— que las niñas podían estar debajo. Y así fue. Estaban atrapadas en una cámara de aire, bajo el casco del bote, en compañía de su cuidadora, a quien hoy bendecimos con gratitud.
Fue esa reacción, precisa y serena, la que nos devolvió la vida. A veces no hay tiempo de pensar. Solo hay tiempo de sentir y moverse. Y por eso, cómo reaccionamos importa más de lo que creemos.
Lo que muchos no saben es que, cuando reaccionamos así, no lo hacemos desde la lógica, sino desde algo mucho más primitivo y profundo. En nuestro cerebro hay una zona llamada sistema límbico: es el centro de las emociones, de los recuerdos intensos, del miedo, del amor, del instinto de protección. Allí está la amígdala cerebral, una especie de centinela que detecta el peligro antes de que podamos racionalizarlo.
Daniel Goleman, psicólogo, periodista y escritor estadounidense, en su libro La inteligencia emocional, indica que: “las emociones fuertes secuestran el cerebro racional. En esos momentos, la amígdala toma el control, disparando reacciones inmediatas antes de que la neocorteza pueda intervenir“.
Cuando la vida nos lanza una tormenta, es esa parte del cerebro la que decide: correr, paralizarse… o actuar. Y aunque parezca puro instinto, también se puede entrenar. Con conciencia, con práctica emocional, con silencio, con fe, podemos aprender a reaccionar mejor. No se trata de no sentir miedo. Se trata de reaccionar con propósito, incluso en medio del miedo.
¿Y cómo estamos reaccionando en la vida diaria?
A veces respondemos desde el orgullo, desde la rabia, desde el miedo. Queremos tener la razón, imponer el punto, defendernos con gritos o con silencios fríos. Reaccionamos rápido… pero no bien. Nos ofendemos fácil. Atacamos sin escuchar. O herimos sin querer, por no detenernos un segundo. Vivimos creyendo que todo se resuelve con lógica, con razón, con argumentos. Pero hay momentos donde lo que más se necesita no es tener la razón, sino tener el alma en paz.
Cuánto daño nos ha hecho reaccionar desde el ego y no desde el amor.
La buena noticia es que sí podemos prepararnos. No para evitar los imprevistos —porque esos, tarde o temprano, llegan—, sino para que nuestras reacciones no destruyan lo que tanto hemos construido.
¿Y cómo se entrena eso? Escuchando más y hablando menos. Respirando antes de responder. Poniéndole pausa al juicio y volumen a la empatía. Estando presente, realmente presente, con quienes amamos.
Cuando entrenamos nuestra alma con gestos pequeños —con paciencia, con compasión, con humildad—, le enseñamos a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu que no todo se resuelve con impulso. Que también se puede reaccionar desde el amor, desde la serenidad, desde la fe. Porque a veces, una buena reacción no solo te salva a ti. Salva a los que amas.
No hay construcción del alma sin tormentas. No hay carácter que se forme sin resistencia. Las pruebas son parte del viaje, pero cómo reaccionamos a ellas puede marcar la diferencia entre naufragar… o madurar.
No siempre podremos evitar que el bote se voltee. Pero sí podemos decidir qué tipo de personas queremos ser cuando eso pase.
Cada día es una oportunidad para construir no solo desde afuera, sino desde adentro: desde lo que somos cuando nadie nos mira, desde cómo reaccionamos cuando la vida nos pone a prueba.
Porque al final, los castillos no se sostienen solo con cemento, ni los hogares solo con palabras.
Se sostienen con reacciones que abrigan, con gestos que salvan, con corazones entrenados para amar incluso en medio del susto.
¿Y tú… cómo reaccionas cuando la vida se te voltea?
Gracias por estar aquí, respirando conmigo, desde el alma.