Cerca de 25.000 muertos, miles de damnificados y más de 580 niños desaparecidos son las cifras de ese episodio desgarrador en la historia de Colombia.
40 años han pasado desde que Colombia y el mundo volcó su mirada a Armero, un próspero municipio del Tolima que, tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz, en la noche del 13 de noviembre de 1985, quedó sepultado entre lodo y escombros.

Casas destruidas y un mar de gente intentando emerger de la espesa mezcla de tierra y agua, un escenario devastador que ha dejado una herida abierta imposible de sanar. Armero fue “borrado del mapa” y se convirtió en un pueblo fantasma: alrededor del 94 % de sus habitantes fueron declarados muertos o desaparecidos: se habla de más de 24.000 fallecidos y cerca de 583 niños desaparecidos.
En medio de miles de historias trágicas, los ojos de la prensa nacional e internacional se centraron en la historia de Omayra Sánchez, una niña de 13 años de edad que permaneció tres días en el barro antes de dar su último suspiro.

Ella estaba atrapada del pecho hacia abajo, el mundo la vio pedir ayuda, agonizar y morir: “Mamá, si me escuchas, que yo creo que sí, reza porque yo pueda caminar y esta gente me ayude (…). Voy a perder el año porque ayer y hoy fallé a la escuela”, fueron algunas de las palabras que alcanzó a decir, además de cantar, pedir comida, repasar las tablas de multiplicar y contar que se encontraba pisando el cadáver de su tía y que, posiblemente, debajo de ella también estaba su progenitor.
La única esperanza para sacar a la adolescente de ese lugar era una motobomba, con la cual intentarían extraer el agua y poder visibilizar la estructura que atrapaba a la menor, la plancha del techo de su casa; aunque la máquina fue conseguida gracias a la gestión de quien en ese entonces era subdirector de El Tiempo, Juan Manuel Santos Calderón, el plan no funcionó, “era como sacar agua del mar”.

La otra alternativa era amputarle las piernas, pero además de que no había el material quirúrgico necesario, la inestabilidad del terreno y las condiciones en las que se encontraba la niña hicieron que para los médicos que llegaron al lugar fuese un imposible. Poco a poco la vida de Omayra se fue apagando, sus ojitos negros se cerraron para siempre, dejando una huella imborrable, una mirada que eternamente le dolerá a Colombia.
A cuatro décadas de este doloroso episodio en la historia colombiana, sigue la tristeza y la impotencia por lo que, para muchos, fue una mezcla entre un desastre natural y la negligencia del Estado. El alcalde de Armero, Ramón Antonio Rodríguez, ya había advertido sobre lo que podría ocurrir, había intentado que el Gobierno departamental escuchara su crónica, que terminó siendo la de una muerte anunciada, un llamado de auxilio para evacuar que pareció ser silenciado a propósito, una advertencia con la que, como él mismo lo dio a entender, según lo consignado en El Tiempo, se le prohibió “molestar”. Hoy, Colombia, al recordar a Omayra, a los muertos y desaparecidos de Armero, también lo recuerda a él, el alcalde que murió con su pueblo.
Por: Laura Rocco C.




